viernes, 15 de abril de 2011

~ El Jabberwocky ~



Nadie ha dicho todavía nada sobre el Jabberwocky. Quiero decir, nada en concreto, nada que sólo se refiera a él. Hemos hablado largo y tendido sobre paredes y ventanas, pero tales cosas no son más que piel y ojos, y el Jabberwocky es mucho, muchísimo más que todo eso. También hemos dicho algo sobre muebles, sobre escaleras, puertas y rincones secretos, pero tampoco basta; nadie es tan sólo sus riñones, su hígado o su corazón, por importantes que sean estos órganos para vivir, ¿verdad? Y tampoco, desde luego, aunque durante un buen rato hemos tenido la oportunidad de conocer con más detalle a nuestros protagonistas, como pequeños animalillos náufragos, indefensos en el vientre enorme de esta ballena, la verdad es que, hasta este preciso momento, no nos habíamos preocupado de decir qué es el Jabberwocky. O, en rigor, y siendo educados, quién es. Puede que para otros –pero, afortunadamente, no es vuestro caso– los edificios no son más que eso: construcciones, casonas de ladrillo, hierro, madera y cristal, que no llaman la atención ni se diferencian en nada del que tienen al lado, formando calles que más parecen hileras de sombras repetidas que lugares donde, con un poco de suerte, ocurren cosas maravillosas.
La leyenda se contaba cada cuatro de marzo, fecha en que el orfanato organizaba su famosa fiesta anual de la Familia Feliz. Está claro que a muchos –y ya sabréis, exactamente, a quién me estoy refiriendo– aquel nombre les sonaba a broma, y de muy mal gusto, por cierto. No obstante, todos los niños cumplían religiosamente con el rito anual; es más: lo esperaban con una ansiedad comparable sólo con la que experimentaban el día de Navidad, cuando al despertar encontraban los regalos al pie del enorme árbol del salón central, junto a la señora de azul, que abandonaba por unas horas su habitual gesto hosco y se atrevía a sonreír; lo que no para pocos internos suponía una de sus mayores alegrías. (También aquí, estoy seguro, sabréis de quién os hablo) El viejo Henry, el bedel, que llevaba trabajando allí prácticamente desde el principio, ya que en su día fue un huérfano como los pequeños a los que ahora cuidaba, tenía siempre aquel día marcado en rojo en su calendario. Era la única vez que se adelantaba al despertador, de puro buen humor y ganas de pasarlo bien. Se vestía, sacando de una bolsa de plástico para la que tenía hecha un hueco especial en el armario, impecablemente planchado, su mejor uniforme, el ‘de gala’, que diría, orgulloso al lucirlo cuando salía fuera, escalera en mano, a sacarle el brillo más reluciente a las letras doradas del cartel que, sobre la cancela del recinto, saludaría a todos los visitantes aquel día. Jabberwocky. Luego, por la tarde, a la hora del té, rellenaría su pipa, se sentaría en una silla sobre el montículo de gravilla del patio y, con todos los niños y aspirantes a padres a su alrededor –pues de eso se trataba, de hecho: hacer venir a parejas de todo el país para que adoptaran a uno de aquellos diablillos, y darles (se suponía) una vida mejor. Aunque, de éstos, ninguno había vuelto para contar qué tal le había ido…– relataría una vez más la historia centenaria del orfanato.
-Era un dragón gigante –decía, rascando una cerilla y encendiendo la cazoleta de muela de cachalote tallada– con cuerpo de toro, cabeza medio de ratón y medio de pez, doce brazos que sostenían doce espadas árabes, de curvado filo letal, que eran mucho más peligrosas que el fuego que ya no salía de su boca, pues se había vuelto vegetariano después de una indigestión de princesas perfumadas de vainilla –y, justo entonces, arrancaba la ridícula llama del palillo con dos dedos–. Todos le escuchaban expectantes. Unos con la emoción de la primera vez, y otros, la mayoría, con el gusanillo de volver a escuchar la parte que más les gustaba del cuento. A ninguno le era fácil contenerse y guardar silencio. O casi a ninguno.
-Una mañana –seguía Henry, lanzando al espacio aros de humo por los que podían pasar a la vez todas las estrellas– el Jabberwocky se despertó y encontró a una niña de pie, frente a la entrada de su cueva, retándole con la mirada. Iba vestida de azul y, por toda arma, llevaba un dado enorme que marcaba todos los números, excepto el uno. «¿Quién osa penetrar en mis dominios?», rugió furioso el Jabberwocky. «Alguien que no te tiene ningún miedo», respondió, altanera, la jovencita. Como nadie jamás se atreviera a hablarle tan descaradamente, el monstruo decidió darle una oportunidad por su valor y combatir con ella de un modo más equilibrado. «La pluma es más fuerte que la espada, niña. Las palabras son más rápidas que las balas, y llegan mucho más lejos, y hieren con más contundencia. Lucharás conmigo valiéndote de ellas, demostrando cuán pródiga puede ser tu imaginación, y si logras silenciarme, si me dejas indefenso de verbo, me habrás vencido y seré tu esclavo». Asintió ella, aceptando el trato, y se dispusieron a enfrentarse cara a cara, cerca del mar.
El tono épico del bedel iba creciendo en intensidad conforme el final se hacía más cercano. A los pequeños ya no les quedaban uñas que morder, y los mayores, sin que lo hubieran creído posible, estaban encandilados con la facilidad de aquel anciano para hilar fantasías como quien teje calcetines. Algo no muy distinto, por cierto, era lo que estaba haciendo entonces la única persona a quien no le interesaba en absoluto la narración, pero no porque le disgustase la ficción o le diesen miedo los bichos imposibles. Sencillamente no le apetecía escuchar recuerdos en voz alta.
-El Jabberwocky tomó aire, con tanta fuerza que incluso aspiraba las nubes, borrándolas del cielo, y se echó hacia delante para disparar su primera palabra. «¡Arrigalusa!», exclamó, pero la niña la esquivó con una eficaz finta en el último momento. Se estrelló contra un muro de roca. Ella respondió con rapidez: «¡Beromazondo!», pero el dragón la desvió con un hábil coletazo. A un mortífero higolutanco le siguió un envenenado manapeñipo, y cuando un certero colucartefo casi descalabra a un elaboradísimo yuncosatro, la niña sonrió, taimada, y comenzó a dar vueltas alrededor del Jabberwocky. Daba vueltas, vueltas y más vueltas, veloz como el rayo, para estupor de la bestia, que no podía dar crédito a lo que veía –y ahora, puesto en pie sobre la silla, extasiado, animaba con los brazos a los niños a ponerse en pie y dar, también, vueltas alrededor del montículo, trayendo el cuento a la realidad–.
-«¡Arrgh!», gritaba el Jabberwocky, a quien las palabras se le atascaban en la garganta al intentar seguir con la mirada a la niña, quedándose mudo mientras ella no cejaba en sus ataques, ahora a las patas, ahora al pecho, ahora a uno de los brazos, ahora entre los ojos. La carrera sin final pronto mareó al gigante y le hizo caer cuan largo era, levantando dunas altas como montañas a ambos lados de su cuerpo, sin aliento y derrotado. –Los niños aplaudieron fervientes la victoria de la heroína, pero uno de ellos, o mejor dicho, una, sólo vocalizaba las palabras de Henry; palabras que ya sabía de memoria– «Ahora eres mi esclavo, Jabberwocky, y mi primera orden como tu señora y dueña es… ¡Que me comas! ¡Cómeme!»
Una exclamación de incredulidad recorrió el patio de punta a punta. ¿Qué pasaría ahora?, se preguntaban. O, también, ¿cómo pasará ahora? O incluso, ¿podrá pasar otra vez?
-Cuando la bestia, sin pensárselo, se comió de un bocado a la niña, creyó que había conseguido ganar. Lo que no sabía es que, en su estómago, la joven valiente tenía preparada una sorpresa. Lanzó su dado infinito, que rebotó contra las paredes macilentas y pegajosas y cayó, saltando entre trozos de cuerpos de caballeros de reluciente armadura, ahora oxidadas, hasta detenerse en la cuenca ocular de un cráneo. La muchacha sonrió al ver el resultado y lo anunció serena, sin aspavientos. Era justo lo que quería. «Casa», dijo. Y casa fue –dijo el bedel desplegando el brazo en un amplio ademán, dejando al descubierto sus tatuajes marineros–.
Sobraba la explicación. Al menos, para ellos, pues el resto de la historia ya la conocían a la perfección: era su propia historia, la del Jabberwocky tal como lo veían todos ahora. La de su hogar; su casa sin padres. El deseo expresado en un dado mágico había florecido y el fruto fue el regalo de los que nada tenían, de los que debían esperar a que volviese a presentarse la oportunidad de lanzarlo de nuevo y tener suerte.
Para uno de ellos, y sólo para uno, era el destino que se cumpliría antes de que el sol se escondiese.
Vestidos de ostras, con la cara pintada y guantes enormes de payaso, los niños del orfanato corrían y danzaban alrededor de las parejas que se daban la mano, intimidadas ante el ejército que les asediaba con cánticos dulces y miradas inocentes, con los ojos saltando de sitio en sitio, sin encontrar nada fijo, nada quieto; sin encontrar, tampoco, el valor para decidirse. En un aparte, junto a la mesa de emparedados, el profesor Munro y la señora de azul conversaban apaciblemente, ajenos al barullo, aunque sin perder detalle. También el joven Allan se había acercado, pero no se atrevía a participar en el baile. Henry, a pesar de sus años, tocado con una cabeza de gaviota grandísima, jugaba a perseguir a los niños formando enormes círculos de carreras que nunca terminaban y en el que todos los participantes ganaban un premio. Todos parecían encontrar su hueco, de alguna forma, en aquella marabunta de ruidos y colores. Todos estaban en sus puestos, encajados como piezas de puzzle, esperando, quizás inconscientes, un próximo desenlace.
Pero una niña, sola, prefería pensar.
-Y tú, ¿cómo te llamas?
-Jacqueline –respondió Alicia. La cara pintarrajeada de rojo y negro– Soy la Jota de Corazones Rotos.
-Vaya… ¿Tú no vas disfrazada como los otros niños?
-No, no, no. A las otras se las comen, pero las figuras, en las cartas, siempre ganan la partida.
-Entiendo. ¿Y cuántos años tienes?
-Los que marca mi baraja.
-¿Llevas mucho tiempo aquí?
-Aquí, allí… Yo estoy en muchas partes.
-¡Oh!... Ya… ¿Y te gusta esto?
-Las princesas no pueden elegir no ser reinas.
El hombre y la mujer se miraron y, aunque extrañados por esa última respuesta, dejaron a un lado la duda y la cobardía.
-¿Te gustaría venir con nosotros, Jacqueline?
-Sólo si puedo llevar mi dado conmigo.
En el asiento de atrás del coche, a través de la luna trasera, una niña contuvo el aliento hasta que el brillo de las letras del Jabberwocky se extinguió como un ocaso definitivo.
-Cómeme… Familia Feliz… –susurró Alicia, pintando espirales en el cristal vaheado–.

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