viernes, 15 de abril de 2011

~ Cada cosa a su tiempo ~



El profesor de Historia del orfanato era un hombre de lo más extraño. Tal vez por esa razón despertaba, a diferencia del resto de los niños, una cierta simpatía en Alicia, quien solía escucharle hablar y hablar sin que realmente le importase mucho lo que tuviese que decirle. Tan solo le encantaba el tono de su voz, suave pero rotundo, que parecía acariciarle los oídos y la imaginación cada vez que cerraba los ojos. Le llamaban doctor Munro, más por falta de mejor información que por respeto académico, ya que en realidad, apenas eran dos o tres personas las que sabían quien era él y por qué razón impartía clases, cuando apenas sí había terminado sus primeros años de estudio.
Habíamos dicho que era un hombre extraño, pero eso puede resultar un poco ofensivo. Digamos mejor que el doctor Munro era una persona misteriosa; un adelantado a su tiempo, a decir verdad: un incomprendido. Durante las comidas solía sentarse a parte del resto de profesores, en una mesita situada en la esquina más oscura del gran salón, bajo un enorme retrato de la primera directora, vestida a la moda del siglo pasado, con aspecto de reina rechoncha y amargada. Al doctor Munro no parecía gustarle demasiado aquel rostro que le espiaba continuamente, pero no consentía sentarse en otro lugar. Aquel era su pequeño refugio, su guarida secreta. El único sitio donde podía, sin temor a ser molestado ni interrumpido por nadie, dar rienda suelta a su mayor pasión: su colección de tacitas de porcelana que guardaba con celo en su maletín.
Alicia a menudo solía imaginarse a sí misma montada en una de ellas, surcando mares embravecidos de té hirviendo, dando órdenes furiosas a una cuadrilla de salvajes y recios bucaneros, y bebiendo sin parar de una botella de ron en cuya etiqueta, gastada por el tiempo, podía aún apreciarse el dibujo de un dodo guiñándole un ojo. Cuando el doctor Munro empezaba su perorata sobre la organización de las polis griegas, Alicia se las arreglaba para encontrar, en alguna nota perdida de su voz, el principio de una nueva historia que siempre empezaba de la misma forma. Un naufragio, una fragata de porcelana rota y una isla inexplorada con forma de azucarero.
En aquella ocasión, la isla no era más que el corral adosado a la pared sur del orfanato, donde siempre daba la sombra y, según le habían contado, había algunos animales que los jardineros y las cocineras se encargaban de cuidar. Alicia fue empujada violentamente de su ensoñación cuando, al fijar la vista a través de la ventana, sonrió al reconocer al pequeño Allan saltando la tapia del corral. Estaba prohibido para todos los internos. La sonrisa de Alicia pasó de luna creciente a media luna a medida que tramaba su plan de exploración y descubrimientos. Esperó paciente a que la clase terminase. El doctor Munro tenía la costumbre de llegar, con religiosa impuntualidad, diez minutos tarde todos los días, y terminar la clase siempre diez minutos antes de lo que marcaba el reloj. Si alguien le preguntaba, simplemente respondía que todo era cuestión de perspectiva.
Pensó en cambiarse para ponerse su uniforme oficial de aventurera, pero se dijo que seguramente acabaría por encontrar en la nueva isla un tesoro con ropajes más cómodos y elegantes. De modo que Alicia se conformó con arrancar una hoja de su libro de geografía (un mapa de la Antártida, para ser exactos) y fabricarse algo parecido a un salakof, para partir cuanto antes al rescate de Allan, pues sin duda, a esas horas, ya sería presa de alguna tribu caníbal de gallinas antropomorfas –la palabra de la semana-, que estarían discutiendo acerca de qué parte del muchacho albino sería más sabrosa si se asaba con cilantro y cardamomo.
La puerta del corral estaba inexplicablemente abierta, a pesar de que estaba segura de haber visto al chico saltarla para entrar. Caminó despacio, con una rama de almendro por machete, y se fue abriendo camino hasta llegar al lugar donde un lirón estaba gritándole locas indicaciones a un girasol bastante viejo, triste y cansado.
-¡Allí! ¡Allá! ¡Aquí! ¡Acá! ¡Más arriba! ¡Más abajo! ¡Derecha! ¡Izquierda! ¡Casi, casi! ¡Estás a punto, a puntito! ¡Ya lo tienes, ya lo tienes! Otra vez: ¡allí!...
Chillaba tan rápido y con una estridencia tan insoportable que Alicia tuvo que taparse los oídos, creyendo que el cerebro iba a explotarle de un momento a otro. ¿No se suponía que los lirones dormían y no hacían ruido?
-¡Oye!, ¿por qué tanto escándalo?
-Mmm… ¡Es que no se entera!
-¿Quién no se entera?
-¡El girasol!
-¿Está sordo?
-¡No!, ¡está ciego! ¡Como aquí no ve el sol ya se ha olvidado hacia donde mirar, y tengo que decírselo yo!
Ooh… A Alicia le pareció muy triste la historia de aquella flor tan grande y hermosa. Le puso más triste aún ver cómo su tallo estaba retorcido y casi roto a causa del esfuerzo, de tantas y tantas vueltas dadas para encontrar la luz que no quería acercársele. Pero lo que realmente la hundió, fue darse cuenta de que el girasol estiraba ahora su cuello de flamenco verde hacia ella, como si la confundiese con el astro rey. Huyó a la carrera desecha en un mar de lágrimas, sintiéndose terriblemente culpable.
Descubrió a Allan inclinado sobre el suelo cubierto de paja, en el hueco que formaban varias jaulas de conejos y liebres de todos los colores que se apilaban en círculo hasta rozar el techo de madera. Dibujaba, como ya le había visto hacer, círculos concéntricos con manecillas y otras formas extrañas, que Alicia reconoció como pequeñas ruedecillas dentadas y engranajes. En realidad, Allan estaba dando una lección magistral de relojería, pues su peculiar arte no era en esta ocasión un placer solitario, sino que contaba con la atenta expectación de una liebre parda, de ojos saltones, graciosamente bizca, que le miraba tan fijamente como podía mientras mascaba una zanahoria. Alicia se enjugó el llanto y sonrió, escondida tras un pesebre, espiando pícara a la extraña pareja.
De pronto, se oyeron unos pasos. La niña se estremeció, tembló hasta que el sobrerito de papel se le cayó y sus músculos se paralizaron. “¡El gran jefe caníbal me ha pescado!”, pensó para sí, y empuñó con fuerza la espada de madera, preparada para pasar a la acción en cuanto le viera llegar.
Sin embargo, lo único que invadió la estancia fue un profundo aroma a té de flores silvestres y a polvo de talco. Un caballero vestido con un gabán negro, una bufanda roja y un sombrero gigante que casi le escondía la cabeza, hizo su aparición en la escena. La liebre, esbozando lo que a Alicia le pareció una alegre sonrisa, se lanzó a los brazos de la oscura figura sin pensarlo. Se dejó acariciar y ronroneó como un gato feliz. Allan, en cambio, aunque no huyó, no parecía tan dispuesto a confiarse como su pequeña amiga. Mantenía una pose de alerta, barajando sus opciones, aunque era evidente que no tenía demasiadas.
-Allan, no seas maleducado: ven y saluda a tu hermana Marchie.
Suspiró y avanzó, dándose por vencido. Alicia sabía que esa voz le sonaba, pero fue incapaz de ubicarla en un rostro concreto. Cuando le tuvo frente a frente, el caballero se acuclilló, dejó en el suelo el maletín que llevaba consigo y sacó de su interior una hermosísima tacita de color cobalto con filigranas de oro. Estaba lleno de un polvo blanco.
-Así estás mejor… Cada uno en su lugar y cada cosa a su tiempo, ¿verdad, Allan?-; le dijo, mientras le aclaraba la piel valiéndose de un algodoncillo.
El falso albino asentía, pero evitando mirarle, como si le quemaran sus ojos. Alicia se acordó del girasol y aquello le pareció una extraña ironía.
Cuando los tres se fueron, ella se adelantó con sigilo para admirar desde más cerca el dibujo hecho en el suelo. No supo explicarlo, pero las manecillas de la esfera parecían girar en sentido contrario.

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