viernes, 15 de abril de 2011

~ Alicia es mi nombre ~


El viaje pasaba como el rollo de cine, que repiten todas las tardes a las cinco, en la sala grande. Una imagen repetitiva, de farolas, gente que pasea, coches que pasan, una y otra vez. Los colores parecían morirse al fundirse con tantos otros, al igual que sus pensamientos.
El arcoiris de la ida, de la caída através de un túnel de lavado, donde los recuerdos de todos los años viviendo en el orfanato parecían parte de un cuento, donde ella siempre había sido un personaje secundario. Las maravillas que ella solo podía ver, jamás serian nunca vistas por más nadie, solo esos ojos despiertos como el café, darían cuenta a lo largo de los años cual seria el final de la historia, narrada en su cabeza por ello misma y con la voz de un hada de la ceniza.

"Ahora miró a atraves de la ventanilla, con mi mano colocada casi rozando el cristal. Una parte de mi quisiera romperlo en mil pedazos, librándome del sueño que me transporta a un lugar perdido al final de una calle sin número. Hubiera querido, que los baches de la carretera fueran causados por los pequeños Hamsell y Gretel, ellos que adoraban lanzar piedras a los charcos que se formaban con la lluvia. Me pregunto si alguien me echará de menos, si alguien notara después de la fiesta de "La familia feliz" que ya no formo parte de la suya"

Atrás quedaban las sabanas coloreadas de picas y tréboles, las sopas de letras, el mundo de lluvia purpurea de sus sueños en clase de matemáticas. Los colores que se mezclaban dando solo lugar al blanco y al negro empezaron a morir, el ruido del motor del coche empezó a semejarse al ronroneo de un gato hambriento de cariño. Los faros se encendieron, al entrar en el túnel de la salida este de la ciudad, a la par que los ojos de la chica se cerraron; una mano sobre su pierna derecha, la otra en el asiento vacío a su lado. Dormida, quería estar dormida.

"Muerto el sueño, se acabó el cuento. La realidad contra la que he luchado toda mi vida, me engulle, como este túnel oscuro al coche de la señora de Chessire. No quedan vestidos de satén celestes para la princesa, no hay ratones ciegos que guíen a esta invidente, no, ya no hay más fuerzas. Ahora soy como la heroína que ha sido engullida por el Jabberwocky"
Durante todo este tiempo, la señora de Chessire había estado hablando de su vida, de la casa donde ahora vivirían todos juntos, la de cosas que podrían enseñarse la una a la otra, pero... el silencio de Alicia, las preguntas sin responder lanzadas al aire, como el dado de la chica que vive dentro de las entrañas del monstruo, hicieron que ambos empezarán a llamarla para despertarla.

" Jacqueline... Suena a marca de galletas para el té. ¿Quién será esa chica que ambos llaman?
¿Acaso es el nombre de la chica invisible a quien le tengo cogida la mano desde hace rato? Ojala alguien dijera mi nombre, ojala alguien lo pronunciará una sola vez, para despertarme del sueño, para salir de las pesadillas de mi mundo de fantasía"

Y los casi susurros se convirtieron en chillidos de ambos "padres", que decían el nombre de la chica que duerme en el asiento de atrás. Las manos del padre sobre el volante, la vista en la joven que duerme: la madre estira la mano para coger la de su "hija"
- ¡Despierta pequeña Alicia! -Dijo la señora de Chesire, con una sonrisa en sus labios.
- Veo la luz... al final del túnel...
Primero una luz cegadora, luego un grito. Cogen aire y lo sueltan por ultima vez. El globo rojo cruzó el cielo atravesando del túnel, el arcoiris de luces de neón fue lo primero que vieron sus ojos al despertar tumbada en la carretera. No hacia frío, las llamas eran altas, el dragón debía estar cerca. Entonces, alguien de brazos fuertes y rostro cubierto por lo que parecía un yelmo la llevo lejos de las llamas y del rojo de las rosas de su vestido teñido. Se sintió princesa y se aferró al cuello del joven diciendo por última vez antes de volver a dormir...
-Alicia...mi nombre es Alicia ¿Quieres venir conmigo al país de las maravillas?...

~ El Jabberwocky ~



Nadie ha dicho todavía nada sobre el Jabberwocky. Quiero decir, nada en concreto, nada que sólo se refiera a él. Hemos hablado largo y tendido sobre paredes y ventanas, pero tales cosas no son más que piel y ojos, y el Jabberwocky es mucho, muchísimo más que todo eso. También hemos dicho algo sobre muebles, sobre escaleras, puertas y rincones secretos, pero tampoco basta; nadie es tan sólo sus riñones, su hígado o su corazón, por importantes que sean estos órganos para vivir, ¿verdad? Y tampoco, desde luego, aunque durante un buen rato hemos tenido la oportunidad de conocer con más detalle a nuestros protagonistas, como pequeños animalillos náufragos, indefensos en el vientre enorme de esta ballena, la verdad es que, hasta este preciso momento, no nos habíamos preocupado de decir qué es el Jabberwocky. O, en rigor, y siendo educados, quién es. Puede que para otros –pero, afortunadamente, no es vuestro caso– los edificios no son más que eso: construcciones, casonas de ladrillo, hierro, madera y cristal, que no llaman la atención ni se diferencian en nada del que tienen al lado, formando calles que más parecen hileras de sombras repetidas que lugares donde, con un poco de suerte, ocurren cosas maravillosas.
La leyenda se contaba cada cuatro de marzo, fecha en que el orfanato organizaba su famosa fiesta anual de la Familia Feliz. Está claro que a muchos –y ya sabréis, exactamente, a quién me estoy refiriendo– aquel nombre les sonaba a broma, y de muy mal gusto, por cierto. No obstante, todos los niños cumplían religiosamente con el rito anual; es más: lo esperaban con una ansiedad comparable sólo con la que experimentaban el día de Navidad, cuando al despertar encontraban los regalos al pie del enorme árbol del salón central, junto a la señora de azul, que abandonaba por unas horas su habitual gesto hosco y se atrevía a sonreír; lo que no para pocos internos suponía una de sus mayores alegrías. (También aquí, estoy seguro, sabréis de quién os hablo) El viejo Henry, el bedel, que llevaba trabajando allí prácticamente desde el principio, ya que en su día fue un huérfano como los pequeños a los que ahora cuidaba, tenía siempre aquel día marcado en rojo en su calendario. Era la única vez que se adelantaba al despertador, de puro buen humor y ganas de pasarlo bien. Se vestía, sacando de una bolsa de plástico para la que tenía hecha un hueco especial en el armario, impecablemente planchado, su mejor uniforme, el ‘de gala’, que diría, orgulloso al lucirlo cuando salía fuera, escalera en mano, a sacarle el brillo más reluciente a las letras doradas del cartel que, sobre la cancela del recinto, saludaría a todos los visitantes aquel día. Jabberwocky. Luego, por la tarde, a la hora del té, rellenaría su pipa, se sentaría en una silla sobre el montículo de gravilla del patio y, con todos los niños y aspirantes a padres a su alrededor –pues de eso se trataba, de hecho: hacer venir a parejas de todo el país para que adoptaran a uno de aquellos diablillos, y darles (se suponía) una vida mejor. Aunque, de éstos, ninguno había vuelto para contar qué tal le había ido…– relataría una vez más la historia centenaria del orfanato.
-Era un dragón gigante –decía, rascando una cerilla y encendiendo la cazoleta de muela de cachalote tallada– con cuerpo de toro, cabeza medio de ratón y medio de pez, doce brazos que sostenían doce espadas árabes, de curvado filo letal, que eran mucho más peligrosas que el fuego que ya no salía de su boca, pues se había vuelto vegetariano después de una indigestión de princesas perfumadas de vainilla –y, justo entonces, arrancaba la ridícula llama del palillo con dos dedos–. Todos le escuchaban expectantes. Unos con la emoción de la primera vez, y otros, la mayoría, con el gusanillo de volver a escuchar la parte que más les gustaba del cuento. A ninguno le era fácil contenerse y guardar silencio. O casi a ninguno.
-Una mañana –seguía Henry, lanzando al espacio aros de humo por los que podían pasar a la vez todas las estrellas– el Jabberwocky se despertó y encontró a una niña de pie, frente a la entrada de su cueva, retándole con la mirada. Iba vestida de azul y, por toda arma, llevaba un dado enorme que marcaba todos los números, excepto el uno. «¿Quién osa penetrar en mis dominios?», rugió furioso el Jabberwocky. «Alguien que no te tiene ningún miedo», respondió, altanera, la jovencita. Como nadie jamás se atreviera a hablarle tan descaradamente, el monstruo decidió darle una oportunidad por su valor y combatir con ella de un modo más equilibrado. «La pluma es más fuerte que la espada, niña. Las palabras son más rápidas que las balas, y llegan mucho más lejos, y hieren con más contundencia. Lucharás conmigo valiéndote de ellas, demostrando cuán pródiga puede ser tu imaginación, y si logras silenciarme, si me dejas indefenso de verbo, me habrás vencido y seré tu esclavo». Asintió ella, aceptando el trato, y se dispusieron a enfrentarse cara a cara, cerca del mar.
El tono épico del bedel iba creciendo en intensidad conforme el final se hacía más cercano. A los pequeños ya no les quedaban uñas que morder, y los mayores, sin que lo hubieran creído posible, estaban encandilados con la facilidad de aquel anciano para hilar fantasías como quien teje calcetines. Algo no muy distinto, por cierto, era lo que estaba haciendo entonces la única persona a quien no le interesaba en absoluto la narración, pero no porque le disgustase la ficción o le diesen miedo los bichos imposibles. Sencillamente no le apetecía escuchar recuerdos en voz alta.
-El Jabberwocky tomó aire, con tanta fuerza que incluso aspiraba las nubes, borrándolas del cielo, y se echó hacia delante para disparar su primera palabra. «¡Arrigalusa!», exclamó, pero la niña la esquivó con una eficaz finta en el último momento. Se estrelló contra un muro de roca. Ella respondió con rapidez: «¡Beromazondo!», pero el dragón la desvió con un hábil coletazo. A un mortífero higolutanco le siguió un envenenado manapeñipo, y cuando un certero colucartefo casi descalabra a un elaboradísimo yuncosatro, la niña sonrió, taimada, y comenzó a dar vueltas alrededor del Jabberwocky. Daba vueltas, vueltas y más vueltas, veloz como el rayo, para estupor de la bestia, que no podía dar crédito a lo que veía –y ahora, puesto en pie sobre la silla, extasiado, animaba con los brazos a los niños a ponerse en pie y dar, también, vueltas alrededor del montículo, trayendo el cuento a la realidad–.
-«¡Arrgh!», gritaba el Jabberwocky, a quien las palabras se le atascaban en la garganta al intentar seguir con la mirada a la niña, quedándose mudo mientras ella no cejaba en sus ataques, ahora a las patas, ahora al pecho, ahora a uno de los brazos, ahora entre los ojos. La carrera sin final pronto mareó al gigante y le hizo caer cuan largo era, levantando dunas altas como montañas a ambos lados de su cuerpo, sin aliento y derrotado. –Los niños aplaudieron fervientes la victoria de la heroína, pero uno de ellos, o mejor dicho, una, sólo vocalizaba las palabras de Henry; palabras que ya sabía de memoria– «Ahora eres mi esclavo, Jabberwocky, y mi primera orden como tu señora y dueña es… ¡Que me comas! ¡Cómeme!»
Una exclamación de incredulidad recorrió el patio de punta a punta. ¿Qué pasaría ahora?, se preguntaban. O, también, ¿cómo pasará ahora? O incluso, ¿podrá pasar otra vez?
-Cuando la bestia, sin pensárselo, se comió de un bocado a la niña, creyó que había conseguido ganar. Lo que no sabía es que, en su estómago, la joven valiente tenía preparada una sorpresa. Lanzó su dado infinito, que rebotó contra las paredes macilentas y pegajosas y cayó, saltando entre trozos de cuerpos de caballeros de reluciente armadura, ahora oxidadas, hasta detenerse en la cuenca ocular de un cráneo. La muchacha sonrió al ver el resultado y lo anunció serena, sin aspavientos. Era justo lo que quería. «Casa», dijo. Y casa fue –dijo el bedel desplegando el brazo en un amplio ademán, dejando al descubierto sus tatuajes marineros–.
Sobraba la explicación. Al menos, para ellos, pues el resto de la historia ya la conocían a la perfección: era su propia historia, la del Jabberwocky tal como lo veían todos ahora. La de su hogar; su casa sin padres. El deseo expresado en un dado mágico había florecido y el fruto fue el regalo de los que nada tenían, de los que debían esperar a que volviese a presentarse la oportunidad de lanzarlo de nuevo y tener suerte.
Para uno de ellos, y sólo para uno, era el destino que se cumpliría antes de que el sol se escondiese.
Vestidos de ostras, con la cara pintada y guantes enormes de payaso, los niños del orfanato corrían y danzaban alrededor de las parejas que se daban la mano, intimidadas ante el ejército que les asediaba con cánticos dulces y miradas inocentes, con los ojos saltando de sitio en sitio, sin encontrar nada fijo, nada quieto; sin encontrar, tampoco, el valor para decidirse. En un aparte, junto a la mesa de emparedados, el profesor Munro y la señora de azul conversaban apaciblemente, ajenos al barullo, aunque sin perder detalle. También el joven Allan se había acercado, pero no se atrevía a participar en el baile. Henry, a pesar de sus años, tocado con una cabeza de gaviota grandísima, jugaba a perseguir a los niños formando enormes círculos de carreras que nunca terminaban y en el que todos los participantes ganaban un premio. Todos parecían encontrar su hueco, de alguna forma, en aquella marabunta de ruidos y colores. Todos estaban en sus puestos, encajados como piezas de puzzle, esperando, quizás inconscientes, un próximo desenlace.
Pero una niña, sola, prefería pensar.
-Y tú, ¿cómo te llamas?
-Jacqueline –respondió Alicia. La cara pintarrajeada de rojo y negro– Soy la Jota de Corazones Rotos.
-Vaya… ¿Tú no vas disfrazada como los otros niños?
-No, no, no. A las otras se las comen, pero las figuras, en las cartas, siempre ganan la partida.
-Entiendo. ¿Y cuántos años tienes?
-Los que marca mi baraja.
-¿Llevas mucho tiempo aquí?
-Aquí, allí… Yo estoy en muchas partes.
-¡Oh!... Ya… ¿Y te gusta esto?
-Las princesas no pueden elegir no ser reinas.
El hombre y la mujer se miraron y, aunque extrañados por esa última respuesta, dejaron a un lado la duda y la cobardía.
-¿Te gustaría venir con nosotros, Jacqueline?
-Sólo si puedo llevar mi dado conmigo.
En el asiento de atrás del coche, a través de la luna trasera, una niña contuvo el aliento hasta que el brillo de las letras del Jabberwocky se extinguió como un ocaso definitivo.
-Cómeme… Familia Feliz… –susurró Alicia, pintando espirales en el cristal vaheado–.

~ Cada cosa a su tiempo ~



El profesor de Historia del orfanato era un hombre de lo más extraño. Tal vez por esa razón despertaba, a diferencia del resto de los niños, una cierta simpatía en Alicia, quien solía escucharle hablar y hablar sin que realmente le importase mucho lo que tuviese que decirle. Tan solo le encantaba el tono de su voz, suave pero rotundo, que parecía acariciarle los oídos y la imaginación cada vez que cerraba los ojos. Le llamaban doctor Munro, más por falta de mejor información que por respeto académico, ya que en realidad, apenas eran dos o tres personas las que sabían quien era él y por qué razón impartía clases, cuando apenas sí había terminado sus primeros años de estudio.
Habíamos dicho que era un hombre extraño, pero eso puede resultar un poco ofensivo. Digamos mejor que el doctor Munro era una persona misteriosa; un adelantado a su tiempo, a decir verdad: un incomprendido. Durante las comidas solía sentarse a parte del resto de profesores, en una mesita situada en la esquina más oscura del gran salón, bajo un enorme retrato de la primera directora, vestida a la moda del siglo pasado, con aspecto de reina rechoncha y amargada. Al doctor Munro no parecía gustarle demasiado aquel rostro que le espiaba continuamente, pero no consentía sentarse en otro lugar. Aquel era su pequeño refugio, su guarida secreta. El único sitio donde podía, sin temor a ser molestado ni interrumpido por nadie, dar rienda suelta a su mayor pasión: su colección de tacitas de porcelana que guardaba con celo en su maletín.
Alicia a menudo solía imaginarse a sí misma montada en una de ellas, surcando mares embravecidos de té hirviendo, dando órdenes furiosas a una cuadrilla de salvajes y recios bucaneros, y bebiendo sin parar de una botella de ron en cuya etiqueta, gastada por el tiempo, podía aún apreciarse el dibujo de un dodo guiñándole un ojo. Cuando el doctor Munro empezaba su perorata sobre la organización de las polis griegas, Alicia se las arreglaba para encontrar, en alguna nota perdida de su voz, el principio de una nueva historia que siempre empezaba de la misma forma. Un naufragio, una fragata de porcelana rota y una isla inexplorada con forma de azucarero.
En aquella ocasión, la isla no era más que el corral adosado a la pared sur del orfanato, donde siempre daba la sombra y, según le habían contado, había algunos animales que los jardineros y las cocineras se encargaban de cuidar. Alicia fue empujada violentamente de su ensoñación cuando, al fijar la vista a través de la ventana, sonrió al reconocer al pequeño Allan saltando la tapia del corral. Estaba prohibido para todos los internos. La sonrisa de Alicia pasó de luna creciente a media luna a medida que tramaba su plan de exploración y descubrimientos. Esperó paciente a que la clase terminase. El doctor Munro tenía la costumbre de llegar, con religiosa impuntualidad, diez minutos tarde todos los días, y terminar la clase siempre diez minutos antes de lo que marcaba el reloj. Si alguien le preguntaba, simplemente respondía que todo era cuestión de perspectiva.
Pensó en cambiarse para ponerse su uniforme oficial de aventurera, pero se dijo que seguramente acabaría por encontrar en la nueva isla un tesoro con ropajes más cómodos y elegantes. De modo que Alicia se conformó con arrancar una hoja de su libro de geografía (un mapa de la Antártida, para ser exactos) y fabricarse algo parecido a un salakof, para partir cuanto antes al rescate de Allan, pues sin duda, a esas horas, ya sería presa de alguna tribu caníbal de gallinas antropomorfas –la palabra de la semana-, que estarían discutiendo acerca de qué parte del muchacho albino sería más sabrosa si se asaba con cilantro y cardamomo.
La puerta del corral estaba inexplicablemente abierta, a pesar de que estaba segura de haber visto al chico saltarla para entrar. Caminó despacio, con una rama de almendro por machete, y se fue abriendo camino hasta llegar al lugar donde un lirón estaba gritándole locas indicaciones a un girasol bastante viejo, triste y cansado.
-¡Allí! ¡Allá! ¡Aquí! ¡Acá! ¡Más arriba! ¡Más abajo! ¡Derecha! ¡Izquierda! ¡Casi, casi! ¡Estás a punto, a puntito! ¡Ya lo tienes, ya lo tienes! Otra vez: ¡allí!...
Chillaba tan rápido y con una estridencia tan insoportable que Alicia tuvo que taparse los oídos, creyendo que el cerebro iba a explotarle de un momento a otro. ¿No se suponía que los lirones dormían y no hacían ruido?
-¡Oye!, ¿por qué tanto escándalo?
-Mmm… ¡Es que no se entera!
-¿Quién no se entera?
-¡El girasol!
-¿Está sordo?
-¡No!, ¡está ciego! ¡Como aquí no ve el sol ya se ha olvidado hacia donde mirar, y tengo que decírselo yo!
Ooh… A Alicia le pareció muy triste la historia de aquella flor tan grande y hermosa. Le puso más triste aún ver cómo su tallo estaba retorcido y casi roto a causa del esfuerzo, de tantas y tantas vueltas dadas para encontrar la luz que no quería acercársele. Pero lo que realmente la hundió, fue darse cuenta de que el girasol estiraba ahora su cuello de flamenco verde hacia ella, como si la confundiese con el astro rey. Huyó a la carrera desecha en un mar de lágrimas, sintiéndose terriblemente culpable.
Descubrió a Allan inclinado sobre el suelo cubierto de paja, en el hueco que formaban varias jaulas de conejos y liebres de todos los colores que se apilaban en círculo hasta rozar el techo de madera. Dibujaba, como ya le había visto hacer, círculos concéntricos con manecillas y otras formas extrañas, que Alicia reconoció como pequeñas ruedecillas dentadas y engranajes. En realidad, Allan estaba dando una lección magistral de relojería, pues su peculiar arte no era en esta ocasión un placer solitario, sino que contaba con la atenta expectación de una liebre parda, de ojos saltones, graciosamente bizca, que le miraba tan fijamente como podía mientras mascaba una zanahoria. Alicia se enjugó el llanto y sonrió, escondida tras un pesebre, espiando pícara a la extraña pareja.
De pronto, se oyeron unos pasos. La niña se estremeció, tembló hasta que el sobrerito de papel se le cayó y sus músculos se paralizaron. “¡El gran jefe caníbal me ha pescado!”, pensó para sí, y empuñó con fuerza la espada de madera, preparada para pasar a la acción en cuanto le viera llegar.
Sin embargo, lo único que invadió la estancia fue un profundo aroma a té de flores silvestres y a polvo de talco. Un caballero vestido con un gabán negro, una bufanda roja y un sombrero gigante que casi le escondía la cabeza, hizo su aparición en la escena. La liebre, esbozando lo que a Alicia le pareció una alegre sonrisa, se lanzó a los brazos de la oscura figura sin pensarlo. Se dejó acariciar y ronroneó como un gato feliz. Allan, en cambio, aunque no huyó, no parecía tan dispuesto a confiarse como su pequeña amiga. Mantenía una pose de alerta, barajando sus opciones, aunque era evidente que no tenía demasiadas.
-Allan, no seas maleducado: ven y saluda a tu hermana Marchie.
Suspiró y avanzó, dándose por vencido. Alicia sabía que esa voz le sonaba, pero fue incapaz de ubicarla en un rostro concreto. Cuando le tuvo frente a frente, el caballero se acuclilló, dejó en el suelo el maletín que llevaba consigo y sacó de su interior una hermosísima tacita de color cobalto con filigranas de oro. Estaba lleno de un polvo blanco.
-Así estás mejor… Cada uno en su lugar y cada cosa a su tiempo, ¿verdad, Allan?-; le dijo, mientras le aclaraba la piel valiéndose de un algodoncillo.
El falso albino asentía, pero evitando mirarle, como si le quemaran sus ojos. Alicia se acordó del girasol y aquello le pareció una extraña ironía.
Cuando los tres se fueron, ella se adelantó con sigilo para admirar desde más cerca el dibujo hecho en el suelo. No supo explicarlo, pero las manecillas de la esfera parecían girar en sentido contrario.

~ Polvo de Talco ~


Las horas que venían tras las clases, se hacían casi interminables. Era cierto que estudiar y hacer los ejercicios no era divertido para ninguno de los niños -aunque algunos se lo tomaban más enserio que otros- pero siempre era mejor que ver como pasaba el tiempo hasta la hora de la cena.
Cada semana era igual, como si vivieran un bucle que no terminaba jamas. Los niños jugaban en el patio de detrás del orfanato con una vieja pelota de cuero, las niñas por su lado intentaban aprender algo de costura e incluso se pegaban a la vieja directora del orfanato para que les enseñara a hacer dulces. Sin embargo nuestra Alicia no veía nada interesante, ni si quiera la curiosidad llamaba su atención por compartir o por amoldar el pan antes de meterlo en el horno hasta que justo aquel día vio al pequeño Allan.
Este chico llamó la atención de Alicia, no por su apariencia más que llamativa - al ser albino- sino por como dibujaba con un palito en el barro junto a la esquina del colegio pequeños círculos que luego delimitada solo con dos trazos más. Se acercó despacio hasta estar lo suficientemente cerca como para ver como dibujaba una y otra vez lo mismo. No se atrevió a preguntar el porque, ya que el chico parecía bastante tímido y retraído; de hecho no levantaba la cabeza del suelo pendiente únicamente de lo que estaba dibujando. Decidida y con ese desparpajo que siempre la caracterizo, dio una larga zancada colocándose justo en su camino, esperando que al encontrar sus zapatos en su hasta entonces camino libre de obstáculos reparara en ella y así poder preguntarle que era lo que dibujaba en el suelo.
Un círculo, y otro; Uno más grande, otro ovalado y el siguiente muy pequeño, todos decorados tan solo con dos lineas en el centro como único adorno, terminadas en punta de flecha que señalaban el infinito. Se acercaba, más y más y Alicia nerviosa por el gran momento que acontecería al llegar las manos de Allan a sus zapatos se sujetaba su vestido con fuerza reprimiendo las ganas de preguntarle incluso antes de que su palito comenzará a trazar de nuevo esos enigmáticos círculos.

- Solo el círculo esta vez... -dijo muy bajito Allan al ver los zapatos y las piernas de Alicia en su camino.

Comenzó a dibujar a su alrededor el circulo mientras Alicia no podía quitarle ojo, como expectante a que fuera el propio Allan quien le contara el porque de sus dibujos, pero antes si quiera de darle la vuelta completa, la campana de la hora del té retumba en los oídos de Alicia, y casi antes de poder detenerle el pequeño Allan sale corriendo para entrar en el orfanato de nuevo, dejando tan solo bajo los pies de Alicia solo la mitad del circulo, solo igual que la sonrisa que se dibujó en su cara al verle correr con tal destino, sin percatarse de que por primera vez el barro también sonreía con ella.

~ ¿Quién eres tú? ~



Aunque para los demás niños del orfanato la de matemáticas era la clase más aburrida, para Alicia era la mayor de sus diversiones, pues sólo durante aquellas horas de estudio podía escuchar las palabras que más le gustaban. Palabras que, en realidad, no tenían el menor sentido para ella, pero su exótica sonoridad era suficiente para que la niña disfrutase de ellas, memorizándolas y saboreándolas como si fueran golosinas.
-Arcoseno, logaritmo, hipotenusa, vectorial... ¡Precioso!-
Las coleccionaba: cuanto más raras sonasen más le gustaban. Jugaba con ellas, estirándolas y trenzándolas como si se tratase de un cordel con el que pudiese trepar a cualquier sitio. De hecho, esa misma mañana, tras comprobar que su campo de tréboles había florecido en una simpática primavera carmesí, decidió escabullirse con sigilo del aula para ir a explorar más allá del edificio, allí donde nunca la dejaban ir sus cuidadores.
Empezó subiendo muy lentamente, acariciando la cuerda más que asiéndola, como si su tacto le provocase algún tipo de inexplicable placer, pero luego, fue la propia soga convertida en un finísimo hilo quién acabó tirando de ella y haciéndola ascender a la velocidad del rayo, traspasando las nubes una tras otra hasta llegar a un lugar de lo más extraño, en cuyo centro, y de donde surgía el hilo, había una fuente en forma de rueca.
-Maravilla.-; acertó a decir, pues era incapaz de encontrar una palabra mejor.
Habría sido una pérdida de tiempo para ella tratar de describir el sitio en el que se encontraba, pero ni siquiera tuvo ocasión de pensar en hacerlo, pues en el mismo instante y surgidos de la nada, unos gigantescos tentáculos de humo la atraparon y la llevaron en volandas hasta un prado en el que se levantaba un montículo... O mejor dicho, una especie de hongo, una seta rarísima que parecía tapizada de la misma tela con la que estaban hechas sus sábanas. Y sobre ella, el origen de aquel humo.
-Uh... ¿Quién eres tú?-
Alicia se volvió. Al principio no consiguió ver más que una espesa neblina, pero a medida que el sahumerio se iba disipando comenzó a distinguirlo con más claridad. Quien le preguntaba era una oruga, pero ni mucho menos una cualquiera. En realidad eran dos orugas unidas por un mismo cuerpo en cuyos extremos había un hermoso y bien formado torso de mujer, que se mesaba los largos cabellos mientras disfrutaba con los ojos cerrados de su simple entretenimiento; y al otro, un hombre de aspecto antiguo, vestido a la moda de años pasados, muy elegante, muy serio y que no paraba de exhalar volutas de humo mientras fumaba de su pipa de agua.
Alicia supo enseguida que había sido él quien le había preguntado.
-Uh... ¿Quién eres tú?-
-Me llamo Alicia, señor...
-Alicia... Alicia...-; repitió, como si rebuscase en algún archivo de su memoria. -Alicia no puedes ser todavía... Aun no... Te queda poco, pero todavía no...-
La chiquilla enarcó las cejas, confusa. El otro extremo de la oruga seguía perdida en sus cabellos, sonriendo.
-Según nuestros cálculosssss...-; pronunció, dejando pasar el aire entre los dientes junto con un aro gris, ajustándose las lentes sobre la nariz -Quizás dentro de dos o tres años... Tal vez antes si eres lista...-
Alicia empezó a molestarse. No le agradaba no entender nada de lo que ocurría en sus fantasías. Al menos, nada de nada.
-¡Siempre he sido Alicia!-; protestó. -¡No hay más Alicia que yo!-
Esta vez fue la oruga-mujer quien abrió los ojos y se puso de pie sobre sus ocho patitas, dejando a un lado el parasol bajo el que se tendía y mirándola fijamente sin dejar de sonreír.
Negó.
Alicia se enfrentó a aquella mirada durante lo que le pareció una eternidad. Cuando sonó la campana que anunciaba el final de la clase estaba exhausta, totalmente agotada, como si hubiese estado corriendo, impulsada por la fuerza de la desesperación, por un pasillo que nunca terminaba. La señora vestida de azul fue hasta ella y le tomó la temperatura. Se asustó. Estaba pálida y la frente le ardía.
-Alicia, ¿te encuentras bien?-
La miró apenas a través de la rendija que dejaban sus párpados medio cerrados, pero fue más que suficiente para comprender que aquella no era, ni mucho menos, la pregunta que había querido hacerle.
-Alicia... Soy yo...-; suspiró, débil, apretando entre sus dedos un pedacito de papel roto y amarillento por el paso del tiempo, con algunas palabras mal garabateadas en él.
"Arcoseno. Logaritmo. Hipotenusa. Vectorial."

~ El hueco en su cama ~


Encogida y acurrucada; demacrada y extinta; Así era la tristeza en Alicia. Entre las sabanas con dibujos de tréboles se arropaba solo hasta las caderas con el extremo de las sabanas que cubren el resto de la cama. Dormía la dulce Alicia colocada de espaldas a la pared, pegada al filo de la cama guardando una especie de espacio.

-Iji ji ji -reía muy bajito mientras sus manos tocaban las heridas provocadas por los azotes- Hoy duermo con pintura de color, y mañana los tréboles verdes, rojos serán. Porque en mi mundo los naipes de las cartas rigen y ordenan. Al igual que la sangre pasa del rojo al negro, cuando suenan las campanas del tiempo.

Y con las yemas de los dedos impregnadas en su sangre decidió pintar cada trébol. Alicia tenia un lienzo que colorear, Alicia despierta puede soñar.

-Negros deben ser...

Y pinto cuantos treboles habia en su parte de la cama, sin molestar a la nada que duerme al otro lado.Porque como ella misma me dijo una vez:

"Yo no duermo de espaldas a la pared, yo duermo espalda contra espalda con mi soledad"

~ En mi mundo ~


Unas pompas de jabón bajaban por las escaleras que llevaban al ático, así que la señora vestida de azul subió por los viejos escalones chirriantes, sujetando una pequeña linterna en sus manos. Para su sorpresa y quizás también la vuestra querido lectores, Alicia estaba danzando desnuda mientras soplaba por el estrecho vidrio de cristal, creando burbujas de todos los tamaños. Reía Alicia cada vez que una de estas explotaba al roce con su piel, terminando con un gemido casi erótico.

-Ahora me siento una diosa... No mejor soy un astro y los planetas giran alrededor de mi-dice mientras gira una y otra vez sobre si misma- Porque yo soy mi propio mundo, y mi mundo aquel que no me venera... - calló un instante observando con los ojos muy abiertos una pequeña pompa colocada justo delante de su rostro- Lucirá sombrero y zapa titos...diciendo esto explotó la burbuja y comienzo a reír feliz nuevamente.

¿Perturbada? ¿Original? ¿Demente o única? Todos estos conceptos pasaron por la mujer del vestido azul sin mediar palabra mientras escuchaba a la chica cantar con voz melódica...

Los gatitos lucirán muy lindos vestiditos
Usarán sombrero y zapatitos ... en mi país de ilusión
Y las flores jugaran conmigo en las campiñas
Cantarán y charlaran cual niña
En el mundo de mi propia creación...
Sin temores vivirán los pájaros cantores
y serán mas lindos sus colores... en mi país de ilusión
Y el riachuelo pero podría contar...
del mundo aquel que siempre he de buscar...
Quien pudiera algún día vivir...las maravillas que soné...

-¡Alicia! Vamos vistete y baja enseguida

Con esto no pudo decir la chica la última frase de esa cancioncilla que cantaba, el corazón se le hizo un nudo y sin rechistar dejó a un lado el vaso con el jabón y el tubo de cristal, no sin antes meter levemente el dedo en el vaso

-Fria. En mi mundo el agua estaría siempre acorde con la temperatura de tu corazón...